Metáfora escrita por Bertolt Brecht,
incluída dentro de la colección de ochenta y siete relatos cortos
"Historias del Señor Keuner" que Brecht escribió durante las décadas de
los treinta y cuarenta, que son una manifestación directa del
pensamiento más profundo del propio escritor.
A través del Sr. Keuner,
un alter ego del autor, Brecht practica el aforismo, la parábola o la
moraleja, con reflexiones que subyacen a cualquier situación por
anecdótica que parezca. Para Keuner lo aparente, en tanto que
apariencia, también es real. Encontramos un personaje cuidado que
practica un pensamiento de conducta, una disciplina emocional, y que nos
aporta un sinfín de citas cuya utilidad no conoce la dimensión
temporal. Sabiduría, amistad, justicia, voluntad, caridad,
existencialismo, originalidad, fortaleza, carestía, patria, amor, éxito,
hospitalidad, amabilidad, propiedad, incorruptibilidad, prensa,
sistema... una innumerable amalgama de conceptos humanos más o menos
abstractos son cuestionados y valorados para que el lector saque
conclusiones de afirmaciones que sorprenden en su exposición.
Bertolt Brecht escribe con su particular enfoque crítico de la sociedad y del sistema en el que vive la misma
traducción al español del pasaje de BERTOLD BRECHT "WENN DIE HAIFISCHE MENSCHEN WÄREN"
— Si los tiburones fueran hombres -preguntó al señor K. la hija pequeña de su patrona- ¿se portarían mejor con los pececitos?
— Claro que sí -respondió el señor K.-. Si los tiburones fueran
hombres, harían construir en el mar cajas enormes para los pececitos,
con toda clase de alimentos en su interior, tanto plantas como materias
animales. Se preocuparían de que las cajas tuvieran siempre agua fresca
y adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. Si, por ejemplo, un
pececito se lastimase una aleta, en seguida se la vendarían de modo que
el pececito no se les muriera prematuramente a los tiburones. Para que
los pececitos no se pusieran tristes habría, de cuando en cuando,
grandes fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres tienen mejor sabor
que los tristes. También habría escuelas en el interior de las cajas.
En esas escuelas se enseñaría a los pececitos a entrar en las fauces de
los tiburones. Estos necesitarían tener nociones de geografías para
mejor localizar a los grandes tiburones, que andan por ahí
holgazaneando.
Lo principal sería, naturalmente, la formación moral de los pececitos.
Se les enseñaría que no hay nada más grande ni más hermoso para un
pececito que sacrificarse con alegría; también se les enseñaría a tener
fe en los tiburones, y a creerles cuando les dijesen que ellos ya se
ocupan de forjarles un hermoso porvenir. Se les daría a entender que
ese porvenir que se les auguraba sólo estaría asegurado si aprendían a
obedecer. Los pececillos deberían guardarse bien de las bajas pasiones,
así como de cualquier inclinación materialista, egoísta o marxista. Si
algún pececillo mostrase semejantes tendencias, sus compañeros deberían
comunicarlo inmediatamente a los tiburones.
Si los tiburones fueran hombres, se harían naturalmente la guerra entre
sí para conquistar cajas y pececillos ajenos. Además, cada tiburón
obligaría a sus propios pececillos a combatir en esas guerras. Cada
tiburón enseñaría a sus pececillos que entre ellos y los pececillos de
otros tiburones existe una enorme diferencia. Si bien todos los
pececillos son mudos, proclamarían, lo cierto es que callan en idiomas
muy distintos y por eso jamás logran entenderse. A cada pececillo que
matase en una guerra a un par de pececillos enemigos, de esos que callan
en otro idioma, se les concedería una medalla de varec y se le
otorgaría además el título de héroe.
Si los tiburones fueran hombres, tendrían también su arte. Habría
hermosos cuadros en los que se representarían los dientes de los
tiburones en colores maravillosos, y sus fauces como puros jardines de
recreo en los que da gusto retozar. Los teatros del fondo del mar
mostrarían a heroicos pececillos entrando entusiasmados en las fauces de
los tiburones, y la música sería tan bella que, a sus sones,
arrullados por los pensamientos más deliciosos, como en un ensueño, los
pececillos se precipitarían en tropel, precedidos por la banda, dentro
de esas fauces.
Habría asimismo una religión, si los tiburones fueran hombres. Esa
religión enseñaría que la verdadera vida comienza para los pececillos en
el estómago de los tiburones.
Además, si los tiburones fueran hombres, los pececillos dejarían de ser
todos iguales como lo son ahora. Algunos ocuparían ciertos cargos, lo
que los colocaría por encima de los demás. A aquellos pececillos que
fueran un poco más grandes se les permitiría incluso tragarse a los más
pequeños. Los tiburones verían esta práctica con agrado, pues les
proporcionaría mayores bocados. Los pececillos más gordos, que serían
los que ocupasen ciertos puestos, se encargarían de mantener el orden
entre los demás pececillos, y se harían maestros u oficiales, ingenieros
especializados en la construcción de cajas, etc. En una palabra:
habría por fin en el mar una cultura si los tiburones fueran hombres.